Una nueva ley laboral en Colombia es absolutamente necesaria. Con esta, se deberían lograr al menos, los siguientes objetivos: 1. Garantizar el derecho fundamental al trabajo formal. 2. Fomentar un desarrollo importante del tejido empresarial. 3. Adaptar al país a las nuevas realidades socioeconómicas del siglo XXI. Y 4. Resolver problemas estructurales de la seguridad social.
Pues bien, el proyecto gubernamental que debería abordar estos objetivos, se propone hacer casi imposible la desvinculación de trabajadores, acabar los contratos de prestación de servicios, ordenar el pago de las horas extras y feriados como se pagaban en el siglo pasado y revivir el sindicalismo en todos los sectores productivos. En nada propone correcciones estructurales, fosilizándose en el modelo de trabajo dependiente y concentrándose en asuntos paramétricos, tales como la vigencia del contrato, la modificación de un horario para la causación de recargos, del valor del trabajo suplementario, o el monto de las indemnizaciones.
En lugar de desempolvar viejas y fallidas recetas, en lugar de ignorar el grueso de las evoluciones pendientes, una reforma responsable debería partir de una visión realista y detallada del contexto.
Por tanto, requiere verificar las capacidades de las diferentes unidades productivas, de las instituciones y de las personas. Sólo después de tener esa claridad y con la evidencia en la mano, se pueden fijar estándares alcanzables, que permitan a todos cumplir la Ley y a la vez adquirir mayores capacidades, pues estas no se crean ex lege. Hasta allí lamentablemente, no llega la fuerza vinculante de las normas.
El Gobierno sustenta su proyecto de “reforma laboral por el cambio”, diciendo que formalizará a 1.500.000 trabajadores, incluyendo trabajadores domésticos, migrantes, deportistas, del sector agropecuario y trabajadores de plataformas digitales de reparto. Hasta allí todo suena bien. Sin embargo, la forma deja bastante que desear: Propone que se ordene vincularlos mediante el clásico contrato de trabajo con todas las prestaciones y obligaciones de Ley. Claro está, el país necesita voluntad política como la que ha demostrado el gobierno actual para desterrar la precariedad y garantizar el bienestar de los trabajadores, pero esa apenas es la base. Mucho más allá de la intención, es menester un conjunto de instrumentos legales bien diseñados, depurados y técnicamente trabajados, para garantizar que no se producirán precisamente los resultados contrarios.
La realidad es que mejores ingresos salariales no se alcanzan porque una ley los establezca. Si así sucediera, la formulación de políticas públicas sería tarea elemental. Es necesario crear rutas que permitan a las empresas y a las personas aumentar sus ingresos, mejorar sus capacidades, pues si las mejoras se quedan en el papel, solo las grandes empresas y algunas personas con mayores niveles de educación y de ingresos, podrán verse beneficiadas en la práctica, mientras que las demás sencillamente, se seguirán replegando por millares en la informalidad.
De ahí que la reforma propuesta por el Gobierno no recuperará algunos derechos perdidos por los trabajadores, como han sostenido algunos sindicatos y el propio ejecutivo. Con suerte, reviviría algunas normas derogadas, pero eso desde luego, no garantiza ningún beneficio concreto. Tampoco es cierto como sostienen algunos opinadores, que el error de la reforma es concentrarse en beneficiar solo a quienes hoy se encuentran trabajando formalmente. Si al menos tuviera ese enfoque sería una reforma más responsable, cuidadosa en no desincentivar el empleo formal ni poner en riesgo el ingreso de miles de familias.
Y no, señor gobierno, la relación entre costos laborales y formalidad laboral no es ninguna invención gremial: La reforma tributaria de 2012 (contenida en la ley 1607), redujo en 13,5 puntos porcentuales los costos del empleo formal y se demostró que la informalidad laboral había bajado entre 6 y 7 puntos porcentuales en las 13 principales ciudades del país. Pues ahora, de acuerdo con cálculos de Fedesarrollo, solamente el efecto de elevar los costos en el despido, como la indemnización, aumentaría en 4 puntos porcentuales los costos no salariales, lo cual equivaldría a reversar en 30% el avance logrado con la reforma del 2012. Lo mismo pasaría con el aumento de los recargos dominicales y festivos.
Al respecto, algunos han propuesto como salida esperar a que la tasa de empleo esté en niveles más bajos que el 11% actual para adoptar algunas de las medidas planteadas por la reforma en trámite. Pero la verdad es que sin importar cuándo entren a regir, seguirían siendo figuras demasiado rígidas. Además, las tendencias económicas son cambiantes y en definitiva ¿quién habría de supervisar ese cuándo? El problema de hecho no es propiamente que aumenten los costos laborales. Sí lo es, que esos aumentos no estén coordinados con el comportamiento de la productividad de las empresas. Más aún, si tenemos en cuenta que una hora de trabajo en Colombia genera el 35% del producto promedio generado en el mismo tiempo en los demás países de la OCDE.
Una solución plausible entonces, podría pasar por establecer que los parámetros utilizados para determinar el monto de los recargos y las indemnizaciones, estén atados al índice de productividad laboral, índice que expresa la capacidad de las empresas para atender este tipo de obligaciones y además, que ese indicador se obtenga y aplique de forma diferencial para los diferentes sectores empresariales, teniendo en cuenta que cada ramo de actividad productiva enfrenta desafíos diferentes y cuenta con capacidades disímiles para soportar obligaciones laborales, sin afectar su propia existencia.
A propósito del enfoque diferencial entre empresas y sectores productivos que no son iguales ni pueden ser tratados de una misma manera, la reforma laboral debería detenerse a establecer facultades para fijar salarios mínimos de forma sectorial. Así mismo, se requieren con urgencia medidas que permitan conectar la oferta y la demanda de trabajo como un servicio público de empleo fuerte y eficaz y programas de capacitación a los trabajadores cesantes que busquen empleo activamente, a fin de hacer a nuestra fuerza laboral más atractiva para las empresas que operan o puedan operar en Colombia. Recuérdese que, según los datos más recientes, el 20,7% de las personas que hoy buscan trabajo en el país, llevan más de un año procurando ubicarse laboralmente mientras el 64% de los empleadores reportan dificultades a la hora de llenar vacantes, lo cual habla de una falta de cualificación de la mano de obra nacional frente a las necesidades productivas.
En cuanto a la seguridad social, otro elemento que no toca estructuralmente esta reforma es necesario corregir desincentivos enormes: Por ejemplo, hoy en Colombia un trabajador tiene que aportar 4% de su salario en el régimen contributivo de salud. Un porcentaje razonable. Pero un independiente, quien normalmente a duras penas gana un salario mínimo, tiene que aportar 12.5 puntos porcentuales, es decir, si alcanza a ganar un salario mínimo, tendría que aportar $130.000 de forma mensual, prefiriendo permanecer en el régimen subsidiado y no cotizando ni a salud ni a pensión.
Finalmente, es importante percatarse que el mundo laboral de 1950 cambió hace mucho tiempo. La globalización y la cuarta revolución industrial acabaron con la economía localizada, de empleos estables y tradicionales.
Ahora, es fundamental contar con previsiones concretas para preparar al mercado laboral colombiano frente a la irrupción de factores tecnológicos que conllevarán a la automatización de actividades con alto contenido operativo, así como frente a la transición energética y la acción climática. Retos enormes que ojalá se quedaran en el ámbito de las luchas retóricas pero que hacen parte de las necesidades reales de tantos ciudadanos y frente a los cuáles, por lo menos debería evitarse el error supremo: El de perseverar en los errores ya cometidos.