Hildegard von Bingen es una de esas mujeres que las feministas siempre ignoran cuando analizan la historia occidental. Fue, mucho antes del Renacimiento, una “donna universale”: era botánica, cientifica, lingüista, música, escritora, consejera, poeta, abadesa, y mística.
Daba consejos a papas y emperadores por igual (je incluso al Abad Suger!) en una época en la que supuestamente las mujeres eran algo así como seres inferiores a las amebas. Curioso, ¿no? La Edad de la Luz (más y mal conocida como la Edad Media) no es como la pintan…

Nuestra abadesa nació en una familia noble alemana. Y como era costumbre en la época, Hildegard fue puesta en manos de la Iglesia.
Pero von Bingen era distinta a todas las demás niñas, cosa de la que Jutta, su superior, se daría cuenta muy pronto: era débil y extraña; pero además tenía una cualidad muy singular: recibía visiones y éxtasis místicos directamente de Dios. Pero además los síntomas de éstos no eran iguales a los de otros místicos, porque ella sentía los éxtasis en sus cinco sentidos: no perdía la conciencia…
Y es que no sólo en lo anterior era distinta. Fue la primera mujer en la Edad de la Luz que escribió sobre el orgasmo femenino, así:
“When a woman is making love with a man, a sense of heat in herbrain, which brings with it sensual delight, comunicates the tas-te of that delight during the act and summons forth the emissionof the man’s seed. And when the seed has fallen into its place, thatvehement heat descending from her brain draws the seed to itselfand holds it, and soon the woman’s sexual organs contract, and allthe parts that are ready to open up during the time of menstruationnow close, in the same way as a strong man can hold somethingenclosed in his fist.”
Compuso, nada más y nada menos, que la primera ópera en Occidente: Ordo Virtutum. Ésta obra es muy curiosa por lo siguiente: los roles de las mujeres siempre son de virtuosidad y belleza; además son el centro de atención; por el contrario, el único rol para un hombre es el del diablo (que no canta, además)…

Inventó, además, el primer idioma artificial de la historia (con su respectivo alfabeto) para las obras que componía con fines místicos y teológicos, llamado Lingua ignota.
Ésta mística murió el 17 de septiembre de 1179 a la edad de 81 años, una cosa singular en su época. Se supone que cuando le llegó la hora, aparecieron ángeles con arcos brillantes en el cielo, formando una cruz. Hubo procesos de canonización poco después de su muerte, pero nunca concluyeron.
¡Ojalá Benedicto XVI la recuerde!