Este 2025, la relación diplomática entre Colombia y Estados Unidos atraviesa uno de sus momentos más tensos. No es una ruptura total, pero sí una señal clara de que las cosas cambiaron en cuanto a intereses políticos y económicos. El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos no solo trajo de vuelta sus viejos métodos tales como los aranceles, presiones y amenazas, sino que dejó en evidencia algo que muchos sabían, pero pocos querían admitir: La gran dependencia con su mayor socio comercial.
La politóloga Sandra Borda considera que el reciente choque diplomático entre Colombia y EE. UU. dejó en evidencia los límites del actual gobierno colombiano frente al poder de Washington. Según la experta, el intento del presidente Petro por fijar una nueva dinámica en la relación bilateral fue mal calculada y terminó en una “humillación pública”, que debilitó la autonomía colombiana y no resolvió el problema de fondo con los deportados, lo que evidencia los riesgos de improvisar en política exterior.
En los últimos días, el gobierno estadounidense activó una batería de aranceles del 10 % sobre todas las importaciones de más de 60 países, incluido Colombia. En caso de “incumplimientos” o fricciones diplomáticas, ese porcentaje puede subir al 50 % como a los países BRICS.
Bajo la narrativa del Make America Great, la Casa Blanca dejó claro que el comercio ya no es una alianza, sino una herramienta geoeconómica (Luttwak, 1990) que puede repercutir en castigo o recompensa según la conveniencia política del momento. La medida golpea directamente a sectores clave para Colombia como el acero, el cobre, productos agrícolas y algunos bienes energéticos. Aunque el TLC con Estados Unidos sigue vigente, ya no parece blindar al país de este tipo de decisiones unilaterales.
La tensión no solo es comercial. A comienzos de año, Colombia rechazó vuelos militares con deportados desde los Estados Unidos, lo que desencadenó una serie de sanciones que incluyeron la revocatoria de visas a funcionarios, inspecciones reforzadas a personas y mercancías, e incluso amenazas financieras. Solo cuando el gobierno colombiano accedió “con condiciones” a recibir los vuelos, las medidas se frenaron de manera temporal. Pero el mensaje quedó claro, hay “límites que no se pueden cruzar”.
Colombia sigue exportando el 29 % de sus productos a Estados Unidos, recibe más del 40 % de la inversión extranjera directa desde allí y el 53 % de sus remesas provienen del país del norte. Pero cada vez más voces cuestionan si esta cercanía vale el costo de la subordinación. Como dijo recientemente María Claudia Lacouture, directora de AmCham Colombia, “no podemos improvisar, necesitamos una estrategia clara que ponga a Colombia como prioridad, no como satélite”.
Además, persiste la amenaza de una posible descertificación por parte de Estados Unidos debido a cuestionamientos sobre la efectividad de la política antidrogas colombiana. Las tensiones aumentan ante la percepción de una cooperación insuficiente en reducción de cultivos ilícitos y control del narcotráfico.
Mientras tanto, desde el lado estadounidense, la mirada es puramente instrumental y excesivamente securitizado: seguridad, narcotráfico, control fronterizo y migración. No existe el mínimo espacio para un enfoque integral, y mucho menos para una relación simétrica con el gobierno republicano.
En medio de este remezón, la disputa entre Estados Unidos y China podría abrirle una puerta a Colombia. Un análisis reciente mostró que 144 productos colombianos tienen ventajas comparativas frente a China, Canadá y México en el mercado estadounidense. Si se juegan bien las cartas, hay oportunidades en sectores como la agroindustria, textiles sostenibles, cosmética, tecnología y servicios digitales. Eso sí, aprovecharlas implica cambios reales: mejores condiciones logísticas, digitalización aduanera, más inversión en infraestructura y una política comercial que no dependa solo de las relaciones de alto nivel entre Bogotá o Washington, siendo la paradiplomacia regional una interesante opción.
¿Un vínculo que aún puede transformarse?
La verdad es que esta no es una historia de ruptura definitiva, sino de redefinición. Colombia y Estados Unidos seguirán siendo socios, pero ya no bajo los mismos términos. El reto está en cómo evolucionar sin romper, en cómo resistir sin aislarse y en cómo negociar sin claudicar. Porque en este nuevo tablero internacional, ser aliado no significa ser obediente, y disentir no equivale a romper. Colombia tiene una oportunidad histórica de actuar con más autonomía, voz propia y mayor visión de largo plazo, si no lo hace ahora, quizá no vuelva a tener otra oportunidad.
Para finalizar, es importante resaltar lo siguiente; la relación entre Colombia y Estados Unidos atraviesa un momento de redefinición forzada por tensiones geoeconómicas y geopolíticas. El regreso de Trump y su enfoque unilateral han evidenciado la vulnerabilidad de Colombia frente a una dependencia estructural, pero también han abierto la posibilidad de repensar su modelo de inserción internacional. Aunque la alianza con Estados Unidos ha representado beneficios clave en inversión, comercio, cooperación en seguridad y asistencia internacional, también ha limitado históricamente la autonomía de la política exterior colombiana. Hoy el país tiene ante sí la oportunidad de mantener esos vínculos estratégicos sin romperlos, pero ampliando el margen para diversificar alianzas, fortaleciendo capacidades internas y construyendo una relación más simétrica. No se trata de salir del molde, sino de actualizarlo.