La promesa de cambio y transparencia que acompañó al gobierno de Gustavo Petro ha chocado de frente con una cruda realidad: los escándalos de corrupción no solo persisten, sino que se multiplican, minando la confianza en las instituciones y en la capacidad del gobierno para liderar el país con integridad. Desde los primeros meses de su mandato, las noticias de irregularidades, manejos indebidos de recursos públicos y conflictos internos han desdibujado una agenda que, al menos en el discurso, se presentó como transformadora.
El primer gran golpe a la credibilidad llegó con la destitución de María Isabel Urrutia, entonces ministra del Deporte, en marzo de 2023. Las denuncias de contratos irregulares por más de 23.000 millones de pesos marcaron un oscuro inicio en la gestión del nuevo gobierno. Poco después, el hijo del presidente, Nicolás Petro, fue arrestado por el presunto enriquecimiento ilícito, producto del aparente ingreso de alrededor de 3.500 millones de pesos a través suyo a la campaña de su padre en 2022; la revelación del ingreso de fondos de dudosa procedencia a la campaña presidencial sacudió los cimientos del movimiento que prometía un gobierno del pueblo y para el pueblo, pero por lo que se ha observado en estos dos años
“el gobierno ha sido de Petro, para Petro y sus aliados, dejando de lado a los colombianos.”
A medida que avanzaba el mandato, nuevos escándalos salieron a la luz. En la UNGRD, escandalo calculado por un billón de pesos de acuerdo con los más recientes hallazgos, en el que están comprometidos miembros del gabinete ministerial, de presidencia y miembros del cuerpo legislativo; en la Cancillería, con el caso de los pasaportes que supuso la sanción e inhabilidad del exministro Álvaro Leyva, y hasta en el corazón mismo del gabinete presidencial, con Armando Benedetti y Laura Sarabia como protagonistas, donde además de sucias intrigas políticas, se habla de 15.000 millones producto de actividades irregulares, y que fueron utilizados presuntamente en compra de votos; aunado a ello, la gestión de Irene Vélez en el Ministerio de Minas que sembró incertidumbre en un sector estratégico, que hoy, ya sin ella en la cartera, nos tiene al borde de una crisis energética; Finalmente, no se puede olvidar que la creación del Ministerio de Igualdad fue declarada inconstitucional por falta de planeación fiscal, aunado a la negligencia en su ejecución en detrimento de las comunidades más vulnerables del país. Esto deja al descubierto un entorno de, improvisación y, en algunos casos, corrupción descarada.
Estas situaciones no solo afectan la percepción ciudadana; erosionan logros previos en materia de transparencia. La Ley 2195 de 2022, concebida como un pilar en la lucha contra la corrupción, fortaleció los mecanismos de control, endureció las sanciones contra el soborno y promovió la transparencia en la contratación pública. Sin embargo, los más recientes acontecimientos sugieren un retroceso en su aplicación. Esta ley fue un hito en la construcción de un Estado más honesto, pero su impacto se diluye frente a un panorama de desidia y el manejo político inmoral de este gobierno.
Es imperativo que se esclarezcan los casos de corrupción con el mayor rigor y se sancione ejemplarmente a los responsables. Más allá de las palabras y narrativas desgastadas por el gobierno del “cambio” se requieren acciones contundentes que demuestren un compromiso real con los valores de integridad y transparencia.
“Colombia no puede permitir que la horrible noche de la corrupción se perpetue.”
Los avances logrados deben ser defendidos con vehemencia, y la ruta hacia un gobierno verdaderamente transparente no debe ser abandonada.